sábado, 19 de mayo de 2012

¿Pueblito Paisa?


Foto vista en: medellin.travel

Se sentó en la misma banca de siempre, una que no mirara a la iglesia. Por alguna razón siempre lo desesperó que no estuviera en todo el centro, sino corrida hacia la izquierda. Ya no se acordaba por qué, pero era allí el único lugar en donde se sentía cómodo. Miró hacia el horizonte y recordó que nada era real. La silueta ciertamente parecida a un cartón de leche o a una aguja del edificio más alto del centro de la ciudad le evocó el lugar que habitaba ya hace tantos años. Su banca, empotrada entre huertas falsas, estaba pensada para una sola persona. Había otra al lado pero nunca nadie lo acompañaba. Intentó llorar pero no pudo. Miró sus manos y poco a poco se fue desmoronando hasta morir.

El último bus de escalera partía del pueblo en solo minutos. No vendrían más en nadie sabe cuántos meses. Apresuradamente tomó las pocas cosas que había guardado desde la noche anterior en un costal. Se limpió en su camiseta las manos sucias de tierra, después de ayudarle a su padre por última vez a arar, besó a su madre en la mejilla y corrió hacia el bus. Llegó a la plaza; la chiva esperaba frente a la iglesia milimétricamente centrada. Aspiró el aire fresco del campo y con nostalgia subió al bus y partió hacia la ciudad de la que todos hablaban, la que le daría un mejor porvenir. 

Sus pies cansados cargaban años de monotonía e inconformidad. Subía lentamente por el pavimento en esa fría tarde y para él no eran motivo de preocupación las arrugas que el tiempo había ido forjando en su rostro: entre y sobre las cejas, de estrés, de angustia, de desesperación. Quizá por estas mismas arrugas casi nadie se le acercaba ya. Meditabundo, trataba en el recorrido de recordar algo que ya no era muy claro. 

Después de 20 años regresó para darse cuenta de que su padre ya no vivía y su madre estaba postrada en la cama a causa de una extraña enfermedad que no se había visto antes en el pueblo y ningún médico o curandero sabía como enfrentar. Se acercó con sigilo al borde del colchón y sorprendió los ojos verdes de su madre, brillantes como cristales, entreabrirse. Sonrió y él la tomó de la mano. 
- ¿Eres feliz?- le preguntó.
- Sí mamá, sí. 
- Eso es lo importante -le dijo para volver a su sueño, ahora por siempre.
Él sabía que le había mentido, pero eso no lo compartía con nadie. 

Miró sus manos y poco a poco se fue desmoronando hasta morir. Desde un balcón de madera pintado de naranja lo observaban dos meseras de un restaurante que intenta reproducir la comida típica antioqueña de una muy infortunada manera.   
- Se volvió a quedar dormido -dijo una.
- Pero hoy sin antes llorar -replicó la otra. 
Horas después se hizo el levantamiento del cadáver y se determinaron causas naturales. 

Al mirar sus manos no las reconoció. Estaban desgastadas, sí. Debilitadas por los oficios, pero algo no lo dejaba tranquilo consigo mismo. ¿Por qué, si durante su vida había arado, había cultivado y había cosechado, respirando el aire puro de su campo, no tenía las marcas características de las palas y de las riendas? Esas no eran sus manos, no eran las manos que denotaban los oficios que le habían hecho feliz. Les dio vuelta para reconocer un cayo sobre su dedo anular derecho. Allí apoyaba su pluma al escribir, pero ¿qué tanto pudo haber escrito entre sus cultivos? Aspiró con fuerza un aire pesado por la polución de la ciudad y cerró sus ojos para soñar junto a su mamá.    

Santiago Galeano H. 

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