sábado, 19 de mayo de 2012

Zapatos


Centro de Medellín. Foto por: Santiago Galeano H. 

Mi mirada va al piso con frecuencia. Siempre ha sido así y no es inseguridad, temor o desequilibrio emocional. Muchos lo relacionarían con la modestia digna del más noble, pero tampoco es mi caso. Desde que recuerdo he creído con la mayor vehemencia que mirar a los zapatos de alguien es casi equivalente a mirar a sus ojos. Pero… tiene algunas ventajas: el otro no puede sorprenderte analizándolo; no hay forma en que te intimide el regreso de su mirada correspondiendo a la tuya; uno puede juzgar sin sentirse juzgado. Es muy fácil huirle a unos pies, pero de la mirada es casi imposible escapar con rapidez. Me ha pasado que cuando le huyo a una mirada (ya sea por cobardía o simple rechazo) las repercusiones son de esperar. Huirle a una mirada es darle a alguien algo de qué hablar: sobre mí y mi personalidad; sobre cómo es mi carácter y cómo me comporto en ciertas situaciones. Lo anterior no me interesa en lo más mínimo; mi ventaja ante los demás radica en que puedo descifrar a las personas y obtener de ellas información sin que siquiera lo noten y sin tener que retribuirles con una parte de lo que soy. 

Los zapatos dicen mucho de lo que uno es como persona y tengo una enorme fascinación por ellos. Los colecciono y los inspecciono. Amo la manera en cómo aparecen ante mí: sensibles como los bigotes de un gato puestos cerca del calor. Son sensibles a ser descifrados y me dicen mucho más a mí que a un experto en moda. Ellos podrán describir el color, el material, el tipo de costuras y texturas, unos incluso descubrirán el diseñador y el año en que el modelo salió con solo mirarlos de reojo; pero yo sabré también con un simple vistazo historias de vida y estados de ánimo. Son los zapatos y la manera en cómo la gente los usa lo que me permite estar un paso adelante de ellos. Gracias a esta habilidad (si así se le puede llamar) puedo controlar en cierta forma mi destino en la medida en que me ha ayudado a evitar determinadas personas. Teóricos de la comunicación como Goffman sostienen que es en el encuentro con otros en donde logro conocerme. Conocerme de verdad en realidad me atemoriza y por eso no me gusta abrirme a nadie. Me rodeo solo de personas que acepten la concepción que yo tengo de mí mismo y la tomen como la suya propia; encontrar esto en alguien es solo posible mirando sus zapatos. 

Esa mañana subía las escaleras del metro de la ciudad. Me hubiera gustado haber escrito como un escritor inglés que descendía las escaleras al subterráneo, pero no: estoy en Medellín. Eran muchos más quienes descendían. Ví unos apretados tacones que con dificultad tomaban escalón por escalón. Pertenecían a Alina, una secretaria que se dirigía esa mañana a su trabajo. Tenía 26 años, aún vivía con su madre y su abuela, y tenía más de una decena de deudas en joyas compradas por catálogo. Apretadas estaban también sus aspiraciones y en cierto modo me alegré por ella. No se decepcionaría mucho en el transcurso de su vida, próxima a acabar por un cáncer ya en etapa de metástasis si todo continuaba en su vida como me lo develaban esos angostos tacones negros en cuero. Pasó a mi lado sin notar mi presencia y pude seguir de largo sin mirar su rostro pero sabiendo quién era. 

Terminando la escalera estaban inmóviles unos simples tenis oscuros de imitación. Carlos no tenía trabajo hace meses y eso lo mortificaba. Su mujer no sabía de la situación y él se empeñaba en escondérsela tomando el metro hacia el sur al igual que lo hacía cuando era el responsable de las entradas y salidas de un conjunto residencial en el otro polo de la ciudad, sirviéndole al otro polo de la sociedad. A mí no me escondía nada… Sabía de su mirada perdido en el horizonte, intranquila y abstraída, pero nunca lo miré. Después de unos minutos llegué al centro de la ciudad. Todo era demasiado aburrido: zapatos en su mayoría oscuros, algo desgastados y muchos en cuero solo evidenciaban vidas muy diferentes en la forma pero no realmente en el fondo. No es tan fácil ser de verdad diferente en un mundo en el que todo lo que hacemos como mínimo se asemeja a algo ya existente, y más cuando todos continuamos una línea tan similar en nuestras vidas. 

En la mitad del pasaje peatonal Carabobo se encontraba tendida en el piso una mujer. Mi atención se centró e inmediato en ella. Buscaba desesperadamente sus zapatos pero no tenía. Me inquietó. Pensé seguir caminando sin inmutarme pero no pude y me di vuelta. La examiné con mucho detenimiento. Tenía malformaciones en sus pies y no era para ella posible usar zapatos. Seguí recorriendo su cuerpo con mis ojos para encontrarme con que las malformaciones se repetían en sus brazos. Sin temor la miré a su rostro. Su mirada fue increíblemente dulce y sincera, no pensé en rehuirla en ningún momento. Después de unos segundo saqué de mi billetera dos mil pesos y los deposité en un recipiente que tenía destinado para recibir de las transeúntes una ayuda. Me bendijo y continué con mi camino. No hubiera sido correcto darle ese dinero en otras circunstancias, pero en este país en el que todos podemos afirmar que para gente que no pueda ponerse unos zapatos no hay ningún tipo de oportunidad, darle esos pesos era necesario y lo sentí como mi obligación. 

Al caminar otros pasos y a pesar de estar rodeado de múltiples oscuros zapatos, me di cuenta que estaba solo otra vez. No pude evitar entrar al centro comercial Palacio Nacional, de vitrinas llenas de zapatos esperando a un dueño que les regalara una historia y los dotara de un significado. Hasta tanto no fueran usados no me dirían nada. Seguí caminando ya con mi mirada no al piso sino perdida entre los edificios que en el lugar crean contrastes inimaginables. Pensaba, entretanto, en que al fin y al cabo el mundo es como un zapato: una superficie que se intenta mantener limpia e intacta mientras reposa sobre una amplia suela pisoteada a diario. Yo, aunque mantengo bien mis zapatos, los renuevo en un gran cambio cada cierto tiempo, algo que el mundo quizá esté precisando.   

Santiago Galeano H. 

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