domingo, 4 de marzo de 2012

Navidad


Recuerdo aquella Navidad, fue sencillamente perfecta. Estábamos todos reunidos como nunca antes lo habíamos estado y quizá como nunca lo estaremos otra vez, o por lo menos así creo que fue. Algunas desavenencias con mis primos, como era habitual, no lograron arruinarme las memorias de esa noche. La pila de regalos lograba sobrepasar incluso las ramas más altas de aquel singular pino artificial de ramas desteñidas que se dejaba entrever sutilmente tras el papel envoltorio de maravillosos presentes. Incluso los que ya no eran pequeños esperaban con ansias y desmesurados sentimientos de anticipación poder revelar lo que tan atractivos diseños navideños escondían, pero a nadie le era permitido descubrir su obsequio antes de la cena y de que todos estuvieran sentados al rededor del árbol del que ya nada queda. 

Ignoraba el olor a pavo y pernil que provenía de la cocina mientras intentaba de reojo ver que paquete tenía mi nombre encima para tomarlo aventajadamente cuando estuviera ayudando a repartir los regalos. Eramos tantos que nos separaban en dos mesas, en una los grandes y en otra los más pequeños que con vehemencia negaban serlo. Creo recordar que en esa Navidad ya mi prima mayor no nos acompañaba y se había unido al séquito de mayores que pretendían disimular sus deseos de desnudar lo que escondían los envoltorios, quizá igual de fuertes a los míos. Como era costumbre en mi familia, no se sirvió el postre antes de que el último acabara de comer y no se entregó un regalo hasta que mi madre, que de seguro estaba terminándose un cigarrillo mientras contemplaba las hojas plateadas, aromáticas y redondeadas de un extraño eucalipto que hace años mi abuelo había sembrado, que después de muchos años había adquirido una forma increíblemente gruesa e intrincada. 

Al otro lado de la casa yo observaba sin entender muy bien cómo la hermana mayor de mi madre rompía en llanto al partir un trozo de chocolate suizo y dudaba en comerlo. Cada mordida le recordaba que quebrantaba una promesa, pero esa era su manera de aceptar que su padre no regresaría más. De seguro la memoria de mi abuela evocaba a mi abuelo también y casi lo puedo afirmar como si yo mismo hubiera estado pensando en él, puesto que sé que bajo la coraza de esa fuerte mujer que por tanto tiempo logró mantener a toda nuestra familia unida está un alma salpicada por la nostalgia de algo que le había sido arrebatado sin poder evitarlo. Y a pesar de todo, esa noche éramos felices. Yo desconocía o mas bien ignoraba el dolor que sentían muchos, pero por un momento todo fue alegría. Mientras recibíamos los regalos estábamos todos juntos. Entre bromas nos abrazábamos y nos agradecíamos, mas que por lo que habíamos obtenido, por la simple compañía que nos dábamos los unos a los otros. Hoy no recuerdo lo que recibí esa noche (creo fue mi primera fusta, roja y de tela que por tantos años usé), pero nunca olvidaré el regocijo que sentí al estar reunido con esas personas que tanto estimo.  


Santiago Galeano H. 

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